Se estaba cortando las uñas con un alicate cromado. Recién tiraba el último cigarrillo consumido al inodoro, tirando la cadena impaciente, como para que toda esa mierda se vaya de una vez. A veces es sentirse como un cigarrillo apagado, dando vueltas entre aguas y mierdas.
Pero ese día no, tanto no.
Compulsivamente tomó la quinta tasa de té de la mañana, hervido, rehervido varias veces, pero no le quemó. El infeliz tiene los ojos como manchitas redondas en la cara y no se cansa de encontrarle algún sentido a su vida. Lleva encontrados tantos sentidos que eso lo confunde, por eso se encierra en su casa a tomar té, y mientras le da otro trago, sonríe otra vez, satisfecho, porque descubrió que todo tiene sentido porque las cosas se ensamblan unas con otras: el sentido de los pies son las zapatillas, el sentido del té, la taza, y así. Los cabos sueltos no tienen sentido.
Trabaja de eso. Va uno o dos días a vivir con alguien desconocido, con un cliente, y le dice cuál es el sentido de su vida. De la vida del cliente. Trabaja cuatro o cinco días al mes, y con eso le basta, aunque a un sinfín de clientes no les basta nada, porque son muchos, muchos, y el atiende a uno o a dos por mes. Entonces se va, digamos, con María; vive un par de días con ella, casi sin hablarle, escuchando, sí, pero casi sin hablar, y mientras María se maquilla le dice: el sentido de tu vida es hacer que tu hermana no se sienta una miserable, y vivís pendiente de ella porque creés que hacerla feliz es igual de importante que pintar un Van Gogh. Traga su té, como si lo que dijera no tuviese la más mínima importancia. Sus clientes le pagan cuando el rompe la taza de té que usó esos días, porque así esta pactado, porque los clientes saben que así se maneja él.
Y no hace ningún juicio sobre eso. Se lo dice. Y a veces se equivoca, tan convencido se equivoca, que la gente orienta su vida en ese sentido, porque lo dice él, y vive lo suficientemente feliz como para no tomarse el trabajo de ir a reclamarle nada.
La ciudad necesita que le digan qué hacer. Un doctor, un mecánico, un analista en sistemas. Él se siente a veces como un personaje de comics, que le salva la vida a la gente, pero no se lo dice a nadie, porque siempre anda solo. Todos se le fueron yendo, porque creían que el estaba equivocado, y aunque tuviera razón, no les importaba que alguien les dijese, en medio de un cumpleaños, o de una cena, cuál era el destino de su vida. Estaban hartos de escucharlo, porque en sí, el que quiere saber el sentido de su vida es un imbécil que no está haciendo nada, o que tiene miedo a estar equivocado, o simplemente, sabe que esta equivocado y entonces tiene miedo de cambiara, de hacer. Según él, el sentido de la vida de su última pareja era ser médica de campaña, pero ella entendió la interpretación de él como una forma disimulada de pedirle que se fuera de su vida, y así no más, un día, cargó sus cosas y se fue, dejó medicina, y ahora tiene un negocio de lencería en Once.
Se traga otro té, lo mismo que si fuera agua, se calza los mocasines y sale a caminar. Los cordones en el calzado no tienen sentido. Alpargatas, pantuflas, chinelas, mocasines. Hace las compras de la semana. Un hombre solo, haciendo las compras, a veces es patético. No tiene a nadie para regalarle una comida especial y se cree lo suficientemente estoico como para comprar algo que le aporte, además de nutrientes, cierto placer gourmet. Recorre las góndolas del supermercado, con la precisión de un neurocirujano, da pasos cortos direccionados únicamente a lo necesario, no mira cosas desconocidas, ni gente ni productos. No pasea por el supermercado. Disecciona los productos de las góndolas, y ordena los productos para que parezca que él no sacó nada de ahí. Compra arroz, compra fideos, compra vinagre de alcohol, compra aceite mezcla, compra galletas de salvado sin sal, compra té común, compra polenta. Por semana no gasta más de cincuenta o setenta pesos de su cuenta bancaria que sobrepasa el medio millón. Vuelve sin saludar a nadie en el camino, sin cabecear con un gesto al verdulero, o a algún vecino. Nadie sabe qué es lo que hace ese flaco, ni de qué vive, es un misterio en el barrio, es el pibe de la casa de al lado, el pibe que no saluda, el que anda en algo raro, pero él ni se preocupa, ni se imagina esas cosas, incluso a veces se olvida que esas son personas, que la vieja que sale a hacer los mandados con la bolsa de plástico tiene una vida. Los ve más bien como peces dando giros en una pecera de aire y ciudad.
Más le llaman la atención los nenes, los mira a los ojos, y si supiese, seguro les sonreiría. Los nenes se ve que igual entienden esa mirada, y a veces lo saludan con la mano. No es un tipo vacío, pero pensar en él a veces deja esa sensación. Es, en el fondo, un científico de la calle, no puede dejar de estudiar a esos cuerpos que ve caminar por la calle.
A veces los sentidos no le llegan tan claros, entonces se sienta a pensar detenidamente en algo, mientras mira su colonia de hormigas crecer, y se exprime el cerebro como una naranja para que destile algo más interesante que lo que ve. Y las ideas que le salen en medio de esas torturas psíquicas no son ni más profundas ni mejor logradas que las casuales. Está sentado mucho tiempo en su silla con respaldo de madera, y se siente ahí, a ver pasar las hormigas por la pared y por el techo, a veces siente deseos de darles de comer, para ver que hacen, pero no tiene qué darles de comer. A veces deja la puerta de calle abierta, porque una vez entró un sapo a comerse las hormigas, y ese día fue uno de los más felices. Alguien entra, pero no es un sapo.
-Buen día, fresquito ¿no?
-Mirá, tenés las zapatillas puestas alrevés.
-Pero, ¿qué decís?
-Tenés la derecha en el pie izquierdo y la otra en el otro.
-Mirá, no me había dado cuenta.
-Pero ¿qué hacés adentro de mi casa?
- Necesito comer un bife. Todas las mañanas, me levanto y voy al baño. Cuando meo siento olor a comida, y después, si no como esa comida, mi día es un desastre. Hoy meé con olor a bife con ensalada. ¿Me das dos bifes?
-¿Y por qué venís a mi casa?
-¿Sos corto?
-No, no te entiendo.
-A ver, es simple, agarrás y me cortás dos bifecitos, con hueso.
-Ya entendí eso.
-Bien por vos. ¿qué esperás?
-
-Si no tenés bife, dame paleta, cuadril, lo qué tengas.
-No tengo carne en la heladera. No como carne.
-¿Qué tiene que ver que no comas carne? Mi viejo vende sillas de rueda y camina lo más bien.
-Salí de mí casa.
-Dale, vendeme dos bifes, que afuera hay más gente esperando y se la van a agarrar conmigo.
-Pero ¿qué pasa acá? Yo no vendo nada. Esto no es una carnicería viejo, es mi casa.
Algo que nunca le había pasado. Ver entrar gente a su casa sin su invitación. Un desconocido en su casa era un acontecimiento de lo más extraño, por eso lo intrigaba tanto. Detallaba el aspecto del otro, la barba, la panza protuberante, seguro que no meaba con olor a ensalada tan seguido. Quería cerrar la puerta, para que el extraño no se fuera para que no entrara nadie más.
-¿Qué hacés, por qué cerrás?
-Tenemos que hablar, yo no vendo carne. Pero quiero saber por qué estás acá.
-Acá siempre hubo una carnicería, que sé yo. Mi viejo compraba siempre acá, y me quedaba de paso y pasé.
-Vivo hace ocho años acá, y nunca hubo carnicería.
-Entonces no sé. ¿Vas a atender el timbre de una vez? Mirá la cola de gente que hay afuera.
-No puedo atener a toda esa gente, me da miedo tanta gente, no me interesa. Pero si te quedás te puedo regalar hasta dos vacas enteras, de veras.
-Bueno, pero ¿dónde hay un baño?
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