viernes, 10 de septiembre de 2010

Y la vida de Ricardo Rubén transcurre. Claro que a su manera. Sus días, desde que se levanta de la cama hasta que se acuesta tardísimo por la noche son impredecibles. Ricardo Rubèn jamás programa nada, primero porque es muy desordenado. Su madre siempre le dice: “¡Ricardito sos un desorejado!”. A el le causa gracia eso de “desorejado”, y riéndose la mira entre pícaro y cariñoso y le tira un beso y un guiño y la vieja se derrite. Segundo porque el es una persona siempre dispuesta a pegar el volantazo para cambiar de rumbo cuando sea necesario. Y eso puede ocurrir en cualquier momento del día, sobre todo después del desayuno, cuando Ricardo Rubèn agarra el diario, un puchito y dice “Voy al biorseeee…”. En ese momento ya nadie sabe lo que puede suceder. Posiblemente salga del baño a los 15 o 20 minutos, pero también puede ocurrir que Ricardo no aparezca por 4, 5 o quizás quien sabe cuantos días. Una vez estuvo casi un mes sin regresar y no precisamente porque el diario fuera muy largo o interesante. No, lo que ocurre es que en el baño de Ricardo hay un inodoro con la extraña propiedad de abducirlo y llevarlo a lugares o tiempos inesperados.
Tanto él como su familia ya estaban acostumbrados porque le ocurría desde chiquito, desde que dejó los pañales y aprendió a ir al baño solito.
La primera vez fue un drama. Nadie podía explicarse lo que había pasado. Ricardito Rubèn faltó de su casa ocho horas. Cuando regresó, salió del baño, por supuesto con su librito de cuentos bajo el brazo, e intentó contarles a su mamá y su papá sus peripecias, pero ellos no hacían más que gritar y amenazarlo con penitencias exigiendo que les contara la verdad. Ricardito entonces lloró mucho. Lo llevaron al médico, le hicieron electroencefalogramas, fue también al psicólogo, al parapsicólogo y a la curandera pero todos decían lo mismo: “Ricardito es un niño sanito con una gran imaginación”.
Así paso el tiempo y a medida que las abducciones se sucedían los papás de Ricardito debieron aceptar la realidad.
Mientras crecía se le complicaba cada vez más con el colegio, varias veces estuvo por quedarse libre ya que tanto a él como a sus padres les era difícil justificar las faltas. Quien les creería que en casa tenían un inodoro abductor. A veces conseguían certificados falsos pero no era lo más común. El problema lo solucionaron cuando a Ricardito se le ocurrió ir al baño de su vecinito, que era su gran amigo y confidente y estaba al tanto de todo. Entonces Ricar le decía a su mamá: “¡¡¡Maaaaaa, voy al baño de Carlitos!!!”
Después que terminó el colegio ya todo fue más fácil. La familia le puso un quiosco y se terminó la historia de las faltas injustificadas, porque también a medida que crecía en edad sus “Viajes” eran más prolongados. Y cuando alguien preguntaba por el bastaba con decir que estaba de viaje y listo.
El día que cumplió 21 años fue memorable. Ricardo Rubèn se levanto, desayunó con su familia como de costumbre y después se fue con el diario y el pucho al baño. “¡Me voy al biorseeeee!” anunció. Su mamá lo saludó con un beso y hasta lagrimeó un poquito porque no sabía si lo vería nuevamente. Ricardo estaba dispuesto a todo, lo mismo le daba festejarlo a la noche con sus amigos que “darse una vueltita” como solía decir él. Se metió en el baño y repitió sus rutinas. Nunca supo que era lo que desataba el efecto abductor, pero por las dudas siempre hacía los mismos pasos en el mismo orden, porque en el fondo le encantaban esas travesías. Y ahí estaba, sentado, fumando y leyendo cuando comenzó a sentir esa sensación de vacío. Un estremecimiento, una sacudida en la que sentía que su trasero se separaba del resto de su cuerpo, pero inmediatamente el resto de su persona era absorbida en el torbellino que se generaba dentro de la taza. Instantes después se encontró sentado en el interior de un Mercedes Benz. Como ya estaba acostumbrado a estas situaciones prontamente se adecuó a la circunstancia y comenzó a mirar a su alrededor. Por la ventanilla se veía un hermoso paisaje campestre de cuadros cubiertos de viñedos. Dentro del lujoso vehículo, en la parte delantera el chofer giró su cabeza y con una simpática sonrisa le dijo: “¡Ciao Ricardo, io sono Max!” Ricardo sonríe mientras mira hacia su derecha donde estaba sentada a su lado Naomi Campbel quien sería su compañera de viaje.
“¿Cual es nuestro destino Max?” Preguntó Ricardo. Max le contó que se encontraban en la campiña toscana y se dirigían a un pequeño pueblo donde lo estaban esperando. Súper relajado y muy bien acompañado por Naomi que le iba cebando mate se dejo envolver por esas vistas increíbles que lo transportaban a la edad media. Con los caminos franqueados por cipreses, los viñedos y cada tanto un pequeño poblado sentía que estaba en el paraíso, y si no era así, realmente Dios había puesto su mano en esos parajes de leves ondulaciones verdes con un sol increíble. Por ciertos detalles que fue registrando pudo darse cuenta de que no era la edad media en la que se encontraba sino en los años treintaitantos, en la Italia de la pre guerra. Recordó que su madre había nacido en esa zona de Italia y se dijo a si mismo “Esto va a estar bueno”
El camino los llevaba hasta una pequeña ciudad donde había un antiguo fuerte de gruesas y altísimas murallas. Luego Max tomó por un camino angosto, cuesta arriba, sin asfalto por el que la gente de la zona circulaba caminando, en carreta y otros en bicicleta. El camino se bifurcó y en ese punto el simpático chofer detuvo el auto y le dijo en un castellano champurreado que a partir de allí debía continuar solo. Ricardo Rubèn bajó del auto y comenzó a caminar tratando de averiguar donde se encontraba. Un indicador vial decía: Castelnuovo dell Abbate. Era el pueblo de su madre…
Las casas construidas con piedra, las calles angostas, de tierra, la plaza arbolada con variedades de árboles entre los que pudo reconocer algunos olivos y castaños. Allí sentado un hombre tocaba su mandolín. De cabellos pelirrojos y ojos azules, cantaba alegremente junto con otras personas que lo acompañaban. Esa imagen le resultaba familiar ya que su madre siempre le contaba que a su abuelo le gustaba eso de cantar en público (lo que se hereda no se roba, el también tenía ciertas dotes histriónicas). Se sintió sobrecogido. Siempre sus viajes habían sido apasionantes, pero éste era especial porque estaba presenciando parte de la historia pasada de su familia.
Entre emocionado y curioso continuó su caminata hasta detenerse en una esquina para ver el nombre de la calle en la que se encontraba. Vía delle Scuole decía, caminó unos metros más y se encontró en el Nº 13. Una puerta de madera pintada de verde inglés, ventana a la derecha y ventana a la izquierda, pintadas ambas del mismo color verde. De pronto se abrió la ventana de la derecha y se asomó una señora de pelo blanco. “¿Quién es?” pregunto en italiano. Ricardo se presentó y la señora abrió los ojos y la boca. Cerró la ventana de un golpe. En este abre y cierra, abre y cierra Ricardo decidió retomar la caminata cuando la puerta se abrió y salió la señora y lo empezó a abrazar aplastando su nariz entre sus dos grandes tetas. Le besaba los cachetes, la frente y lo apretaba contra esos dos senos inmensos. Casi asfixiado Ricardo logró zafar, porque es verdad que hay cariños que matan. La efusiva dama de cabello blanco lo invitó a pasar y ya en el comedor de la casa comenzaron a conversar. Ella le contó que era Mara, amiga de la infancia de su madre. Ricardo a su vez le contó acerca de los últimos 50 años de su mamá y de cómo ella sentía tanta nostalgia de su pueblito en la Toscana.
La idea de Mara en cambio era otra. Le contó que al dejar el pueblo ella fue a vivir a Milan para trabajar como institutriz de dos niños de una familia muy adinerada que después de 15 años se mudó a Torino por cuestiones de trabajo, de modo tal que ella se trasladó con la familia. Durante más de 20 años vivió una hermosa vida en dos grandes ciudades trabajando siempre para la misma familia primero como institutriz y después como asistente personal de la señora de la casa. Pero cuando sus padres ya viejos enfermaron ella debió dejar su trabajo para volver al pueblo a cuidarlos. Luego de unos años murió la madre y posteriormente el padre. Ya Mara se había transformado en una solterona cuya única fortuna era la casa que sus progenitores le dejaron y allí se quedo soltera, medio vieja, medio enferma en ese pueblo de mierda donde no hay ni carnicería ni peluquería con la visita que cada 15 días le hacía una sobrina que se ocupaba de ella.
Después de contarle la misma historia tres o cuatro veces (vicios de la vejez) fue a preparar un café y sacó de uno de sus aparadores una torta. Según ella siempre tenía una por si alguien la visitaba. La puso sobre la mesa y con un tarro lleno de azúcar impalpable la espolvoreó y le dijo a Ricardito: “Esta torta se la llevás a tu madre”. Era absurdo hacerle entender que eso no era posible. ¿Como explicarle lo del viaje en inodoro?
Habían pasado como tres horas conversando cuando Max tocó el timbre para avisar que ya era tiempo de volver. Al llegar el momento de la despedida, torta en mano, otra vez los besos y los abrazos tetones de Mara. Ricardito subió al auto donde lo esperaba Naomi con el mate preparado. El chofer puso el auto en marcha y emprendieron el regreso que fue silencioso. Ya el paisaje no provocaba el éxtasis del viaje de ida, esta vez la sensación era diferente: emocionado, con el corazón galopante y un nudito en la garganta. Naomi captó todo esto y lo tomó de la mano que le quedaba libre porque en la otra llevaba la torta que Mara había preparado para su madre. Naomi apretó tiernamente su mano, Ricardo la miró fijamente y fue en ese preciso momento cuando comenzó a sentir que comenzaba la desabducción, el final del viaje. Ahora las sensaciones comenzaban por su cabeza y sus hombros, siguiendo por el tronco y como en posición fetal salió desembuchado por la boca del inodoro. Así fue como se halló nuevamente sentado en el artefacto y en vez de llevar el diario en la mano tenía la torta que había sobrevivido al torbellino. Al salir del baño le contó a su familia este viaje tan especial que marco su entrada a la adultez.
Ricardo esa noche sopló las veintiún velitas sobre la torta de Mara. ¡Qué despelote se armó con el azúcar impalpable!

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