viernes, 10 de septiembre de 2010

La gente agolpada en la puerta de la casa de Ricardito comenzaba a ponerse cada vez más violenta. Nuestro amigo había calmado a esa gente tirando unas salchichas por la ventana, pero el efecto tranquilizador desapareció a los pocos minutos. Ricardito comenzó a dar vueltas por el garaje de su casa, desesperado, elucubrando una forma de de disolver el tumulto que se había organizado en cuestión de minutos, esa mañana. No sabía qué hacer, ni siquiera podía llamar a la policía, porque incluso tenía dos patrulleros en la puerta que esperaban por una tira de asado.
Ricardito necesitaba calmarse, meditar un rato. Entonces agarró su revista de crucigramas y se la llevó al baño. Se bajó los pantalones vaqueros y se sentó en el inodoro. Uno horizontal, artefacto con que, por un procedimiento determinado, se quebranta, machaca, lamina o estruja algo, seis letras. A ver, la que sigue…
Así, sin darse cuenta, Ricardito se fue metiendo de culo por el inodoro, tan concentrado estaba en su crucigrama. Se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo recién cuando el agua empezó a salpicarle el papel. Para ese entonces, la mitad del cuerpo ya había pasado por la cañería y solamente le faltaban los brazos, la cabeza, los tobillos y los pies para estar sumergido completamente en su trono del pensamiento.
Una vez metido de cuerpo entero en la cañería, el agua se fue espesando y oscureciendo. Ricardito despilfarró improperios contra su municipalidad, la empresa del agua y demás deudos. Ya había completado el promiscuo árbol genealógico del intendente cuando se dio la cabeza contra el suelo de tierra. Ricardito puteó una vez más, esta vez al aire, a causa del dolor que le provocó el golpe. Se calló. Se paró. Se miró los pies y las manos y notó que éstas estaban manchadas de tinta. De dónde habría salido. Miró alrededor y vio un ancho campo y, a una distancia media, unos treinta molinos de viento. Un poco más acá, dos sujetos. Pero qué gente rara, che.
Ricardito no tenía idea de dónde había ido a parar, ni siquiera tenía sospechas de lo que estaba sucediendo. Es decir, su inodoro ya lo había llevado a otros lugares increíbles y desconocidos por él, así que eso no le había llamado la atención. Esta vez, el agua oscura y espesa le había resultado extraña, al igual que las manchas de tinta que marcaban sus manos… y esta gente extraña, que no se vestía como él. Él no era Yves Saint Laurent precisamente, pero tampoco tenía un casco hecho con cartones y engrudo.
¿Y el muchacho retacón que estaba al lado? Definitivamente esos dos tipos estaban fuera de su alcance. Fuera de su época, fuera de su entendimiento, fuera de su raciocinio. Mientras escuchaba al último gritarle al flaco desgarbado, Ricardito se fue acercando. Cuando alcanzó al gordito, le dirigió la palabra:
- Y, jefe, ¿cómo anda todo?
- ¡Válame Dios! ¿quién es vuestra merced? Sin duda habéis sido enviado por Don Miguel de Cervantes.
- Eh, sí sí, claro, ¿Miguel qué?
- Miguel de Cervantes. El autor de La Galatea y de mí y de ese loco que no escucha que no son gigantes los que tiene frente a sí, sino molinos de viento.
Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es quien os acomete
- ¿Lo escuchás, pibe?
- ¿Qué? Jefe, ¿está bien?
- Sí, pibe. Se nota que es la primera vez que aparecés por acá. Disculpame que te haya hablado raro al principio; la costumbre, ¿viste? ¿Cómo es que te llamás?
- Ricardo. Ricardo Rubén Gaitán. ¿Seguro se siente bien?
- Sí, Ricardito (te puedo decir Ricardito, ¿no?). Todo bien, nada nuevo. ¿Qué querés que te diga? Esto yo ya lo pasé millones de veces, desde hace cuatrocientos años. Primero, se le quema el cerebro y salimos a buscar a su Dulcinea, con su corcel y su noble escudero. Después, bueno, no te voy a contar todas las cosas que pasamos. Lo más importante es que unas cuantas páginas después voy a ser gobernador de la ínsula Barataria. Yo me hago el loquito y Alfie se enferma hasta que… ¡sácate!
- La verdad es que no sé de qué me está hablando. No sé dónde estoy, no sé quién es usted ni quién es el loco que quiere reventar esos molinos.
- ¡Ay, pibe! Mirá que te falta tomar sopa en esta vida… ¿no leíste mi historia en la secundaria?
- Ah, sí… ahora me suena. Es que no lo reconocí sin los bigotes. Qué cuenta, maestro.
- Lo mismo de siempre. Ahora vamos por el capítulo ocho.
- Así que siempre la misma novelita.
- Sí, podría decirse. Es un poco más complejo en realidad, porque volvemos a tomar vida cada vez que alguien lee nuestra historia. A veces soy un poco más alto, o más morocho. Cuando me leen los chicos, tengo más colores, y cuando me leen jóvenes estudiantes argentinos, tengo manchas de mate en la camisa. El problema es cuando dos personas leen el mismo capítulo al mismo tiempo. No pasa tan seguido como los profesores de literatura imaginan, pero es bastante complicado: tenemos una especie de bipolaridad, somos dos personas al mismo tiempo. Nos cambia la fisonomía, la voz. Por suerte no me cambian los diálogos. Pero sé hablar en varias lenguas.
Ricardito Gaitán, que seguía sin saber dónde estaba exactamente parado pero que se las ingeniaba para disimularlo, sacó el paquete de cigarrillos del bolsillo del pantalón y encontró que estaban todos mojados y manchados. Hizo un bollo con el paquete y lo tiró para atrás.
- Y vos, pibe, ¿cómo llegaste acá?
- Yo… no sé, estaba en mi casa esta mañana leyendo el diario, tomando unos mates y no va que me tocan el timbre. Dos viejitas que querían bofe para el perro. De repente tenía cientos de personas que creían que mi casa era una carnicería. Cerré todo, me asusté. Me fui al baño a pensar un rato y acá estoy ahora. Eso es todo lo que sé. ¿Tenés un pucho?
- No. No se puede fumar en lugares públicos y además es una cuestión de salud, pibe. No es por el cáncer, es porque en un descuido se nos puede prender fuego la novela, y son más de mil páginas. Sumado a que suele estar con otras novelas en la biblioteca… una catástrofe. No te digo que la biblioteca de Alejandría se prendió fuego por un pucho que se fumó Aquiles, pero podría pasar algo semejante.
- Igual hay algo que no termina de entender. ¿Cómo saben que…
- …que somos personajes de una novela? ¿Vos cómo sabés que Bruce Willis no es en realidad un policía y un astronauta y un psicólogo muerto? Esto es lo mismo, pibe. Somos personajes de una novela que representamos un papel, en mi caso el del escudero de un loco que se cree un caballero andante. A veces se le chifla el moño y piensa que es un caballero andante de verdad, pero eso es solamente cuando le toca trabajar muchos días seguidos. Lo que pasa es que no tenemos representación sindical, ni obra social y eso nos complica un poco las cosas. Una vez Alfie se enfermó con eso de los vomitivos, se los tuvo que tomar una par de días seguidos y quedó tecleando, no pudimos suspender la novela para que venga un médico a atenderlo. Esas cosas son las que a uno lo indignan. Nadie reconoce el esfuerzo que uno hace, la gente se cree que uno es un par de letras en un papel, que no tiene sentimientos, que no es capaz de enamorarse, de envidiar, de llorar, de enojarse por situaciones que exceden a la novela. Por ejemplo, yo hace años me casé con la pastora Marcela, pero eso no trasciende. En parte está bien, la gente común no llegaría a entenderlo, pero yo trabajo mucho tiempo y apenas puedo verla. Si el mundo supiera que los personajes tenemos otra vida, todo sería más simple.
Ricardito tenía cada vez menos cosas en claro, lo único que sabía con certeza es que le faltaba nicotina. Eso, y que no tenía idea de cómo volverse a su casa. Su casa era una locura, pero no más que lo que estaba pasando. ¿A quién se le ocurría hablar con el personaje de una novela que tenía como cuatrocientos años y que ni siquiera había leído?
- Jefe, ¿sabe cómo hago para volverme a mi casa?
- Bueno, en realidad podrías aprovechar en un rato. Acá es donde se suspende la historia, ¿te acordás?
- No, la verdad que no.
- Sí, pibe. Es memorable: Alfie y el Vizcaíno están ahí, a punta de espada cuando el autor suspende la obra. Después la retoma, claro. Pero vos tenés que enganchar justo cuando el autor pone el punto. Se hace una grieta, nos quedamos duros todos, como congelados. Ahí saltás por atrás de aquél árbol, ¿lo ves?
- Sí, sí, lo veo. ¿Cuánto tiempo tengo?
- Te queda un rato todavía, quedate tranquilo.
- Muchas gracias por todo.
Ricardito golpeó cariñosamente a Sancho en la espalda y dio media vuelta, haciendo un gesto de despedida con su mano.
- Ah, Ricardito, otra cosa.
Ricardito se dio vuelta.
- Relajate. Quiero decir, tenés un montón de locos en tu casa y yo estoy acostumbrado a convivir con uno. No es tan malo después de todo. La locura es un mal de todas las épocas; será entonces que nadie quiere arreglarlo. Miralo a éste, pobre, la cordura lo mató. Ya en las últimas, yo le digo (y te digo a vos también, pibe): La mayor locura que puede hacer un hombre es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Ahora sí, andá nomás.
Después de estas palabras, Ricardito saludó nuevamente a Sancho y se fue. Se agazapó cerca del árbol indicado y esperó al punto. Cuando los pájaros dejaron de volar y las sombras quedaron inmóviles, Ricardito saltó en su lugar. La tierra se abrió y él quedó inconsciente.
Cuando Ricardito volvió en sí, estaba tirado en el piso de su baño, que estaba hecho un desastre. Se levantó y se sacudió el agua y los restos de tinta que habían quedado en su jean, aunque sólo logró empeorar las manchas. Recordó lo que había vivido, recordó las últimas palabras de Sancho y se dirigió al garaje. Se puso el casco de la moto, agarró una escoba y salió a la puerta gritando non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es quien os acomete.

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