viernes, 10 de septiembre de 2010

A ver. Ahí sale… No.
Hace fuerza.
Uh. No quiere. A ver ahora…
Hace más fuerza.
Pero no sale nada. Y las aguas del ídolo de porcelana no reciben descarga.
Puta. No quiere salir. ¿Qué estoy cagando? ¿Un bulldozer(1)?
Ricardo Rubén Gaitán hace fuerza, aguanta la respiración, empuja con su diafragma, se pone colorado. Pero no cae nada.
Ufff…
Y nada, no cae nada.
Está sentado, las manos sobre las rodillas, la cabeza gacha, concentrado sólo en hacer fuerza, tanto que se pone progresivamente más colorado.
La primera gota de transpiración cae más o menos veinte minutos después de comenzada la ciclópea tarea. Media hora después, Ricardito está como si hubiera corrido diez vueltas sin parar en la plaza del pueblo: agitado, colorado hasta los tobillos y empapado de sudor.
Hmm... Deben ser los nervios.
Acaba de vivir una situación difícil, traumática: el problema no había sido que su casa no fuera una carnicería sino que la gente del pueblo actuó como si lo fuera. Horas estuvo intentando convencerlos infructuosamente de que su casa nunca fue una carnicería. Sin embargo Javi García, el ferretero, decía recordar que le vendió dos kilos de una exquisita colita de cuadril la semana pasada y Lucho Monzón, el carpintero, afirmaba y sostenía que había comido el mejor asado en años comprado en esta carnicería. Ricardito realmente no sabía qué hacer: ni siquiera se rindieron ante la pasmosa evidencia de que en su casa no había heladeras industriales ni ganchos ni cuchillos gigantes.
Verdaderamente habían sido horas: sus vecinos se habían reunido a la mañana en la puerta de la casa, indignados porque no estaba abierto, y habían empezado a golpear la puerta. En cuanto Ricardito les abrió se metieron en su casa sin pedir permiso (“al menos algunos me dieron los buenos días” pensó Ricardito) y empezaron a pedirle carne. Una vez salido de su asombro, Ricardito les ofreció gentilmente acompañarlos a la carnicería del chueco Álvez, pero los vecinos, que ya habían superpoblado la sala de estar de su casa, se rieron un rato y después le pidieron (algunos más educadamente que otros) que no inventara cosas para su conveniencia.
El clima se estaba poniendo espeso y Ricardito empezaba a perder la calma y la cordura por partes iguales. Cerca del medio día decidió ir él mismo a la carnicería de Álvez, recibiendo la reprobación de toda la gente y la negativa de abandonar su casa.
Ricardito vuelve a hacer fuerza sin resultados. Ya está cansado de su posición, del sudor y de sentir que cuanta vena o arteria que hay en su cuerpo bombea más sangre que lo acostumbrado.
Decide bañarse para ver si puede lavar de su cuerpo el sudor y de su mente el recuerdo de lo que le había pasado ese mediodía, porque cuando llegó adonde tradicionalmente estuvo la carnicería del Chueco encontró una casa de un solo piso con frente de ladrillos y techo a dos aguas. Un impulso lo obligó a golpear repetidas veces la puerta de madera de pino hasta que segundos más tarde asomó la cabeza una señora que él nunca había visto en su vida preguntando qué quería.
-¿Dónde está la carnicería?- dijo Ricardito secamente.
-¿Qué carnicería?- respondió la señora.
-La carnicería- explicó Ricardito.
-Ya ve que acá no hay ninguna carnicería-
-Pero acá siempre estuvo la carnicería-
-No, no: acá nunca hubo una carnicería-
-¡Sí! ¡La carnicería del Chueco Álvez!-
-No sé quién es ese señor y tampoco sé quién es usted. Disculpe pero se me van a pasar los brócolis- dijo la señora y cerró la puerta. Y sin otra cosa que su desconsuelo Ricardito volvió a su casa a ver cómo podía solucionar la situación.
Mientras prepara su ropa y abre la ducha para darse un baño Ricardito cae en la cuenta de que ese, en las inmediaciones del trono blanquesino, es el único lugar que queda exclusivamente para él; porque al medio día, cuando llegó a su casa después de la frustrada visita a la carnicería inexistente, encontró que toda la gente del pueblo estaba ocupando el living, charlando de fútbol o de política, algunos tomándole el Dry Martini que se guardaba para ocasiones especiales y otros mirando “Volver al Futuro” en la tele.
Rendido, Ricardito se dedicó a comer lo poco que le habían dejado de guiso de lentejas de la noche anterior simplemente para hacer pasar el tiempo. Y el tiempo pasó entre mates, un campeonato de generala larguísimo y ocasionales reclamos irónicos por la carne que nunca vendió. Pero él no hacía caso y seguía en la suya: agitando el cubilete o preparando unas tostadas. Hasta que en un momento de la tarde le agarró unas ganas incontenibles de defecar. De modo que cruzó no sin esfuerzo el living de su casa, llegó al baño y pasó entonces lo que todos conocemos: nada.
Ricardito corre la cortina, entra en ka ducha y el tiempo se detiene. Se detiene para él, porque la media hora durante la que él estuvo debajo de la ducha transcurrie rigurosa, segundo a segundo. Y él se baña con extrema parsimonia, como si no hubiera otra cosa en el mundo más que el agua, el jabón y la transpiración que de a poco se va yendo.
Cuando está por salir de su bañera el vapor espeso que ocupa el ambiente le da una idea del tiempo que tardó. El suelo y las paredes están cubiertos por una película finísima de gotitas de agua. Ricardito levanta su pierna para abandonar la ducha pero un movimiento en falso lo hace perder el equilibrio y caer aparatosamente.
El “pum” y el “plof” se escuchan casi al mismo tiempo, después de que Ricardito se cayera de cabeza al inodoro.
(1) Bulldozer: 1. Máquina utilizada para la construcción; 2. Banda italiana de dark metal.

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